Nuevamente, desde AIDA, transmitiros nuestro agradecimiento a todos los participantes en el taller formativo.
Hasta pronto,
Equipo AIDA
EL ABUELO
Ya amaneció en el Parque de Monfragüe. Apenas son las ocho de la mañana y el reclamo de la totovía me despierta, su nota en cascada, totoví-totoví-totoví, domina el concierto de las aves. Estorninos, lavanderas, carboneros, herrerillos, gorriones, etc., llaman a sus parejas y se preparan para un día de trabajo. Pronto comenzará el cortejo.
Cuando llegamos a la “Portilla del Tiétar”, sentimos un cambio inmediato. Esperábamos experimentar impresiones, que imaginamos con antelación, confiando en que se convertirían en algo real. En ese momento se estimulan nuestros sentidos y nos transformamos. Queremos percibir todo lo que nos rodea y guardarlo en la memoria, no nos lo podemos llevar, pero si poseerlo aunque sea por instantes. Nos preparamos con rapidez para ver las aves rapaces a su aire.
Nuestra vista se aclara entre ocres y grises rocosos y verdes arbóreos, iluminados por el sol mañanero. Es necesario pararse, la tranquilidad es aparente, y empleamos nuestros instrumentos visuales para mirar y ver con detalle. El Águila imperial, inmoviliza su vuelo para dejarse contemplar, consciente de la elegancia de su plumaje pardo y hombros y cuello blancos, sometiéndonos a su majestad. Su voz de ladrido se escucha lejana, y se luce en un planeo medido, se lanza en picado, y desaparece y reaparece con una culebra entre sus garras. Su pareja le espera en lo alto de un peñasco, dibujando su perfil en el azul del cielo, en una imagen digna de su soberanía. Los buitres leonados y el raro negro, la cigüeña negra, cormoranes y alguna garza, son otros actores, pero ninguno secundario.
Descansas mirando al río, lleno de brillos y colores, y distingues a la gran nadadora y mejor buceadora, una nutria marrón con garganta blanca, que, incansable, pesca comida para la familia. Sin tiempo, un pájaro sale del agua y se posa en una rama de la ribera, y admiramos su colorido naranja y azul cobalto, y el turquesa del obispillo. En su pico pizarreño un pez que engulle con elegancia, solo puede ser un martín pescador.
Seguimos el trayecto, pasamos el Salto del Corzo, y un experto geólogo nos enseña los pliegues de la cuarcita armoricana, fría y dura al tacto, y sobre la que tu mano navega cuando se ondula, como en un mar calmo. Sus relieves configuran el paisaje abrupto de la sierra. En la base se asienta el cantueso, lo recorres con la mano para que se impregne con el olor de la lavanda, y abstraído, supongo que con su aroma la cuarcita rejuvenece, a pesar de sus cientos de millones de años. Y ahí abajo el río, que no suena porque casi no lleva agua, sujeto a la condena del pantano.
Desde el Salto del Gitano nos asombra el panorama. En primer plano la quebrada, morada de familias de buitres leonados y algunas de alimoches. En el horizonte la dehesa: encinas, alcornoques y acebuches predominan en la pradera, que se extiende lejana hasta las montañas.
En nuestra visita a la dehesa, al atardecer, nos acompaña el espíritu de
El esqueleto de los fresnos se dibuja a nuestro frente, esperando el fin de la invernada. Se ven los brotes, y en pleno embriago nos despedimos de El Abuelo, observando los delicados colores, amarillos y verdes, que refulgen por el sol, que ya se va. Los venados pacen tranquilos, y agradecemos a
Cuando volvemos nadie nota el cansancio, recrearse en la naturaleza nos libera, y nos aumenta el apetito. La degustación de productos de la dehesa colma todos los sentidos. El queso de El Casar, fundido y espolvoreado con pimentón de
Satisfechos, no atiborrados, acabamos el día, y vamos a ver los reflejos de la luna llena en el Salto del Gitano. La realidad, en este caso, es mucho más brillante que los sueños.
Monfragüe, 12 de febrero de 2009
B. Lara
